A la semblanza de Marta y María
Ayer, miércoles 29 de julio mientras salía al jardín de la casa a observar las flores y fotografiarlas, me encontré con el Evangelio del día que hablaba del encuentro de Jesús con dos mujeres: Marta y María (Lc. 10, 38-42).
Curiosamente, a esa misma hora aproximadamente, en
Chile, mi tía Carmen estaba exhalando su último respiro, rodeada de Humberto, Carol
y Claudia, sus hijas y algunos nietos. Conociendo la noticia algunas horas
después volví a pensar en este texto. Pensé en todas las ocasiones en que fui
recibido en su casa en torno a una once.
Era la Marta
del Evangelio que en su casa de Barros Luco nos recibía con los brazos
abiertos para la Navidad. Se esmeraba en tener una casa ordenada, de piso
brillante y ojalá con flores para acoger con gusto al visitante. Se prodigaba
en la cocina preparando el pavo con mi mamá y luego nos subía a su Fiat 600
para contar arbolitos mientras el Viejo Pascuero pasaba dejando los regalos. Era
protagonista de encuentros familiares con Juanita y Manuel, Antonio y María,
Irma, Marcela, los Schiappacasse y tantos otros.
Ponía atención en que la mesa estuviera bien servida y
junto con ello le gustaba celebrar el sentido del encuentro, levantando la copa
brindando y dando gracias.
Sabía pasarlo bien junto con Humberto, su galán
compañero de baile y esposo durante 56 años. Le seguía los pasos al son del
tango “¡Siglo XX, cambalache, problemático y febril!”, ritmo complicado para
nuestros oídos. Aceptaba gustosa mover las caderas al paso del inmortal “Galeón
Español”, que aprendimos en su casa. Enlazados en la pista, bailando los
boleros de Lucho Gatica, Humberto parecía susurrarle en el oído: “Es la historia de un amor, como no hay otro igual, que
me hizo comprender todo el bien, todo el mal, que le dio luz a mi vida…”
Se preocupó siempre que sus visitas
se fueran contentas con una rica once, bien servida y contundente. En una mesa
bien puesta no podía faltar el té, la mantequilla, la mermelada, el queso, el
fiambre, la palta y el pan crujiente. Irse antes era una afrenta.
Era, también, la María
del Evangelio, que se daba el tiempo para sentarse al lado a escuchar y
preguntar. Se interesaba por conocer la situación de cada uno y cuando algo no
andaba bien fruncía el ceño y expresaba su descontento. Obtener su aprobación
era un logro porque no dejaba pasar nada que no estuviera en regla. Se
caracterizaba por su modo de hablar franco, directo y auténtico. Y por, sobre
todo, cultivó una fe en Dios que siempre expresó en voz alta. Siempre dio
gracias por su familia, sus hijas y nietos, poniendo a Dios en primer lugar. En
tiempo de Navidad, en torno a la mesa o los regalos, ella alzaba su voz para
agradecer a Dios por la vida.
Su presencia en nuestras vidas fue como una buena
noticia, tomando de Marta y de María sus sabios consejos. Ponía atención en la
práctica religiosa, sin descuidar la escucha de la palabra del Señor. Lo
importante está en el corazón, nos diría la tía Carmen. Perseveró en una vida
de trabajo para ofrecer lo mejor a su familia y a sus cercanos. Por muchos años
mantuvo una comunidad de amistad y oración donde creció en la fe. Y cuando en
Chile se vivían tiempos difíciles criticó a quienes no respetaban los DD.HH..
Su voz era una sola, de fuerte carácter y sin matices.
Tía Carmen, gracias por abrir las puertas de su casa
para acogerme. Gracias por su testimonio de fe genuina que sembró en su
familia. Gracias por sus preocupaciones y sus preguntas. Su partida nos entristece,
pero nos queda la esperanza que su corazón descansa en paz. Ahora, estará a los
pies de Jesús, escuchando sus palabras. Qué mejor regalo que estar junto al
Señor, de quien no se cansó de alabar. Y cuando nuestra hora llegue espérenos
con una rica once en la casa de su Maestro.
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