La actividad del estudiante
Recuperar la
pedagogía. De lugares comunes a conceptos claves (primera parte)
Philippe Meirieu
Paidós (2016) Buenos Aires, Argentina.
Se dice que es la “caja negra” de la educación escolar,
por cuanto directivos, profesores, padres y estudiantes saben de su
importancia, pero cuando queremos decir algo de ello lo relacionamos con la
motivación, las dificultades del ambiente, la falta de tiempo para trabajar el
contenido o de preparación para abordarlo.
El aprendizaje es una palabra esquiva en el lenguaje
de las políticas educativas. Es más fácil hablar de cobertura curricular,
textos escolares y programas educativos.
A veces cuando surgen los datos de alguna prueba
nacional, los expertos intentan traducir el aprendizaje en puntajes que nadie
entiende. También se habla en nombre de ellos para clasificar escuelas.
Recuperar la Pedagogía del autor
Philippe Meirieu enfrenta con valentía la actividad que realizan los pedagogos.
En el prólogo, señala que este libro nació producto de la irritación que le
provocó la publicación de un autor inglés radicado en Francia, en el cual
constata muchas cosas del sistema escolar ya vistas y reconocidas en la
historia de la pedagogía. Es lo que se llamará “los lugares comunes de la
educación”.
Con el interés de provocar la polémica recuerda un
texto de Adolphe Ferrière[1] en
el año 1921:
“Y siguiendo las indicaciones del diablo, se creó la escuela.
El niño ama la naturaleza: se le hacinó en salas cerradas.
El niño ama ver que su actividad sirve para algo: se logró que no
tuviera ningún objetivo.
Le encanta moverse: se le obligó a permanecer inmóvil.
Es feliz manipulando objetos: se lo puso en contacto con las ideas.
Ama usar sus manos: se le pidió que solo usara el cerebro.
Le encanta hablar: se lo obligó a mantener silencio.
Querría razonar: se le hizo memorizar.
Querría investigar la ciencia: se le sirvió todo hecho.
Querría entusiasmarse: se inventaron las sanciones” (p.14-15).
Para el autor, este texto, hacía una descripción bastante
bien lograda de lo que estaba sucediendo en la escuela. Con él, nos podemos interrogar
si acaso esta situación de principios de siglos la seguimos visualizando, también,
hoy día.
Meirieu toma muchos ejemplos de maestros de la Escuela
Nueva que desde entonces ya se hacían muchas preguntas acerca de los fines de
la educación, sus métodos y prácticas. En innumerables foros, seminarios,
charlas y congresos, los profesores han discutido estas cuestiones. A nombre de
tantos profesores, el autor, escribe que todo eso no representa ninguna
novedad. Pero al parecer, para otros sí lo es.
Por ejemplo, rebate la idea de que el niño tiene una
capacidad interior que aflora espontáneamente, pero que la escuela la ha
atrofiado. La evidencia señala, según él, que existen enormes desigualdades
sociales que dificultan el aprendizaje escolar. Por otro lado, expresa que la
creatividad requiere un arduo trabajo para lograr desarrollarla, no un arte sin
reglas, como la pintan los que venden ilusiones pedagógicas.
La intención del autor será pasar de los lugares
comunes hacia “las verdaderas cuestiones
pedagógicas y políticas en juego en nuestra educación” (p.19). Y al hacer
esto, nos desafía a nosotros a hacer el camino, también.
Introducción. La pedagogía es un deporte de combate.
Usando una metáfora sacada de otro contexto se atreve
a decir que los profesores son aquellos que asumen el desafío de que todos
pueden aprender o, lo que es igual a que nadie puede estar condenado al
fracaso. Los pedagogos mantienen un respeto fundamental por sus estudiantes
quienes deben apropiarse de manera particular de la cultura que la escuela les
transmite.
Recuerda que “ontológicamente,
el saber precede al aprender; pedagógicamente, el sujeto precede al saber. Y en
esta doble antecedencia estriba toda la dificultad de la empresa pedagógica”
(p.22). Con esta convicción señala que los profesores nunca dejan de inventar
nuevos métodos para hacer posible que los estudiantes logren aprendizajes. Advierte,
eso sí, que los programas no los pueden garantizar por sí mismos, la
idealización del pasado, tampoco, ni menos el uso de la tecnología. Aprender no
surge de la nada y es necesario recorrer el camino con rigor.
A veces se quiere hacer aparecer que enseñar es algo
simple, con un discurso repleto de lugares comunes (el estudiante es el
protagonista del aprendizaje, hay que apelar a su motivación, aprender
haciendo, etc.). Es inevitable caer en ellos, ya que se requiere contar con
palabras y prácticas que le permitan construir su oficio. Pero, no por creer en
ellos se gana la batalla sobre el aprendizaje. Es necesario pasar las
convicciones por una racionalidad pedagógica que otorgue claridad frente a la
práctica cotidiana.
Los métodos activos: del bricolaje a la operación mental.
Uno de los primeros “lugares comunes” en pedagogía
consiste en decir que “solo se aprende bien estando activo”. Esta expresión
merece una observación.
Recurriendo a la historia, al autor, señala que el
filósofo Henri Marion[2] declaró
en 1888, la importancia del método activo en la pedagogía. Para el filósofo
este método consiste en poner en acción al estudiante quien ejecutando alguna
actividad podrá comprender y asimilar lo que estudia. La eficacia del método se
logra alternando tiempos de descubrimiento (heurísticos) con los de
formalización, es decir, un momento para hacer surgir ideas, para luego
ordenarlas y repetirlas. Descubrimiento y formalización serán dos momentos que
se deben alternar, impidiendo el activismo y del formalismo. El docente ayuda
al estudiante a activar su compromiso con su aprendizaje.
Promover la actividad del estudiante resulta ser una
premisa fundamental para el trabajo pedagógico. Todo en la escuela y en la sala
de clases debe girar en torno a esta condición necesaria.
Advierte que en pedagogía se suelen olvidar
rápidamente los principios que sostienen los métodos de enseñanza. De esta
forma, algunos se apropian malamente de los métodos estructurándolos o
reduciéndolos a “ejercicios de aplicación” desconectados de la racionalidad que
les dio origen.
La expresión “escuela activa” apareció en 1917. Fue
mucho más que un método pedagógico, fue un verdadero proyecto educativo
alternativo que integrará a las más importantes figuras de la pedagogía del
siglo XX. Los educadores se inspiraron en el pedagogo alemán Georg
Kerschensteiner, quien fundó en Múnich las escuelas del trabajo. Señalaba que
las escuelas debían proponer un trabajo verdadero, lejos del intelectualismo de
los programas escolares.
También, miran las experiencias de Abbotsholme y de
Bedales en Inglaterra a fines del s. XIX, quienes propusieron una escuela donde
los estudiantes se entregaban a actividades reales y prácticas.
En 1899, Edmond Demolins, funda en Francia la École
des Roches, colegio privado donde los niños reunidos en pequeños grupos
practican deportes, talleres y actividades artísticas. Son escuelas para niños
privilegiados que tienen el gusto por aprender y que por lo tanto no creaban
problemas con los programas oficiales.
En 1905, Sébastien Faure, funda la escuela “La Ruche”
para niños de ambientes vulnerables. En una granja los niños desarrollan una
serie de actividades físicas, manuales, artísticas e intelectuales, que
permiten una educación integral, libertaria e igualitaria.
La trayectoria de estas escuelas, según el autor,
continuaron caminos disímiles, mientras unas cerraron producto de la guerra,
otras concentraron familias acomodadas e incorporaron elementos de la escuela
tradicional.
Este raconto lleva al autor a señalar que la escuela
sigue presente en el imaginario pedagógico alentando el ideal de un lugar, a
modo de una mini sociedad, en el cual los niños y los adultos interactúan, cada
uno según sus competencias, para el funcionamiento de la colectividad.
“Sería una “ciudad del aprendizaje” en la que todos
los saberes podrían emerger como consecuencia natural de las actividades
cotidianas, sin que fuera necesario imponerlas mediante programas ni
obligaciones escolares. Ya no habría “clases”, solo “talleres”; ya no habría
“deberes”, simplemente “tareas necesarias al bien común”; ya no existiría la
obligación de aprender, solo habría deseo permanente y contagioso de saber. Ya
no se opondrían “la escuela” de un lado y “la vida activa del otro”, puesto que
“la escuela activa” conciliaría definitivamente los dos ámbitos y estos
constituirían uno solo en lo que a veces se ha llamado, en su acepción más
ambiciosa, “la pedagogía de proyecto” (p.38-39)
Sin embargo, este mundo utópico encierra “la
reproducción drástica de las desigualdades”. Sobre este punto, el autor, hace
una crítica a la escuela activa. Señala que la desigualdad se reproduce en la
escuela cuando se instalan dispositivos que refieren a una lógica distinta de
la comprensión del saber. El éxito en el sistema productivo puede llevar a
valorar el logro de la meta por sobre la satisfacción del grupo y de esta forma
rechazar el ensayo y el error. La escuela activa, entonces, puede convertirse
en la escuela de la actividad productiva, donde los más eficaces pueden
desarrollar ciertas tareas, mientras los menos talentosos, otras. Se reproduce,
así, la idea de la tripartición: planificadores, ejecutantes y desempleados.
A pesar de esto, sostiene, que la escuela activa
contribuye a “garantizar los aprendizajes
sin dejar de promover la movilización de los alumnos gracias a un proyecto
colectivo” (p.41). Menciona la escuela de Anton Makarenko[3],
quien en la colonia Gorki, impone la rotación de los roles y de las tareas. Célestin
Freinet[4],
importa del escoutismo los diplomas obligatorios y los accesorios. La
combinación de ellos lleva a suprimir los exámenes. De esta forma, el autor nos
conduce al problema de fondo respecto de cómo hacer activo al estudiante para
que se movilice y aprenda.
Activar a los estudiantes es una tarea central para
los educadores. La respuesta del autor a este desafío comienza por diferenciar
la tarea de un objetivo. Esta distinción lleva a separar lo que es un producto
social de un aprendizaje, ya que en este último lo relevante está en las
adquisiciones y progresiones que se alcanzan al realizar la tarea.
Lo que se evalúa es el objetivo de aprendizaje y su
progresión y los medios para realizar esto se construyen rigurosamente
combinando varios indicadores. A continuación, agrega una nota a pie de página
que es muy interesante:
“En este sentido, y como lo muestran desde hace tiempo
los trabajos de docimología, las notas no son evidentemente el mejor
instrumento de evaluación. Tanto más cuanto que lo que hacen es establecer
promedios improbables gracias a los cuales un 12 en física permite equilibrar
un 8 en francés” (p.44).
La exhibición social que se puede hacer del producto
exigido no garantiza la eficacia pedagógica de la actividad. Más allá de la
satisfacción que pueden sentir los estudiantes de su trabajo, lo relevante es
lo que aprenden. Agrega a continuación que el objetivo corresponde a un
registro mental, que es en gran medida invisible, pero que no se debe perder de
vista.
A diferencia de la vida cotidiana, donde también
aprendemos, la escuela organiza de manera sistemática el tiempo para que se
produzcan aprendizajes. Las situaciones de aprendizaje son construcciones que
el docente expone para que los estudiantes se apropien de los conocimientos
autónomamente. Estas situaciones de aprendizaje se caracterizan por:
-
Accesibilidad y
dificultad: “lo que se les pide debe ser suficientemente difícil para
inducirlos a progresar y suficientemente accesible para no desalentarlos” (p.
47).
-
Materiales y
consignas: permitir que los recursos y las instrucciones de forma tal que la
acción del estudiante lo haga progresar intelectualmente.
-
Actividades
colectivas: permitir que el intercambio promueva el progreso de todos. No se
trata de una división del trabajo en el cual cada uno hace su parte. El trabajo
grupal se transforma en aprendizaje.
Las situaciones de aprendizaje conducen al estudiante
a una implicación directa con el conocimiento, por lo tanto, se trata de una
actividad mental. Cita a Édouard Claparède[5]
quien dice que “la verdadera actividad no
es la actividad exterior, la actividad a efectuar algo –explica- es la
actividad del espíritu en búsqueda de conocimientos” (p.49). Y señalando a
Dewey[6],
explica la importancia de articular el hacer con el pensar por medio de la
problematización. Recuerda a Antoine de La Garanderie[7],
quien se ocupó de describir el trabajo mental que realizan los que aprenden.
Este trabajo es el que debe ocupar la práctica pedagógica.
En este sentido afirma que la actividad mental es
clave para sostener una situación de aprendizaje, en donde las condiciones
deben promover un conflicto socio cognitivo. Junto con Astolfi[8],
señala que “todo sujeto debe ser
interpelado e inducido a estar mentalmente activo y esto se logra hablándole en
un lenguaje accesible, proponiéndole trabajar “en su cabeza” sobre materiales
que le abren otros horizontes, pidiéndole que cumpla con exigencias, gracias a
las cuales tendrá que rever su sistema de pensamiento, descubrir nuevos modelos
de inteligibilidad del mundo, es decir, construir nuevos saberes” (p.51).
En síntesis, las situaciones de aprendizaje que
construye el profesor deben permitir la actividad comprometida del estudiante
que no lo liberan de su responsabilidad frente a su propio aprendizaje.
De momento el aprendizaje aparece ligado con una
actividad cerebral, ante lo cual no podemos negarnos. Cualquier actividad
humana, por muy mecánica que sea tiene relación con lo mental. Esto no es equivalente
a cognitivismo y nos ayuda a situar que la actividad de aprendizaje promueve el
pensamiento. Quizás haya que ampliar el registro agregando que las emociones y
la actividad social forman parte de la actividad permitiendo el aprendizaje.
[1] Adolphe Ferrière (1879-1960).
Pedagogo suizo y uno de los principales difusores y teóricos de la escuela
activa.
[2] Fue nombrado en la cátedra de
Ciencia de la Educación en la Sorbona por el ministro francés de Instrucción
Pública, Jules Ferry
[3] Anton Makarenko (1888-1939).
Pedagogo ruso que luego de la revolución funda las casas cooperativas para los
niños huérfanos.
[4] Célestin Freinet (1896-1966)
Pedagogo francés. Introduce la imprenta en la escuela, el texto libre y el
método natural de lectura y escritura.
[5] Édouard Claparède
(1873-1940). Neurólogo, pedagogo y psicólogo infantil suizo. Defendía la
educación activa y consideraba que el juego permitía el desarrollo de la
personalidad. Invitaba a los profesores a observar a los estudiantes para construir
las clases.
[6] John Dewey (1859-1952)
Filósofo estadounidense. Se le considera uno de los fundadores de la filosofía
del pragmatismo y de la pedagogía progresista.
[7] Antoine de La Garanderie
(1920-2010). Pedagogo francés. Uno de los creadores de la gestión mental para
el desarrollo del aprendizaje.
[8] Jean Pierre Astolfi
(1943-2009). Profesor de ciencias de la educación en la universidad de Rouan.
Especialista en didáctica de las ciencias y aprendizajes escolares.
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