Recuperar la motivación del estudiante.
Recuperar la
pedagogía. De lugares comunes a conceptos claves (II).
Philippe Meirieu
Paidós (2016) Buenos Aires, Argentina.
En esta segunda parte del libro Recuperar la pedagogía, el autor, Philippe Meirieu, enfrenta uno tema espinoso y lleno de deberes ser. Los estudiantes deben hacer esto, los profesores, por su parte tal cosa, la escuela, otro tanto y la familia, también.
En nuestro país se escuchan voces de que la escuela debe cambiar los métodos de enseñanza centrados en la repetición y en la posición de los estudiantes sentados escuchando al profesor.
En este capítulo se aborda la problemática de la motivación desde una perspectiva antropológica, más que psicologizante. El autor nos conduce al problema mismo de la cultura y de su transmisión. Plantea la centralidad del pensamiento que requiere de experiencias para preguntar y de tiempos para apropiarse de las problemáticas. Pero, ante una sociedad que ha hecho del pensar algo banal, exige del docente la capacidad de alentar proyectos de investigación junto con sus estudiantes, donde él encarne el placer de pensar y de investigar. Todo un desafío.
La motivación: de la actitud de espera a la exigencia.
Otro lugar común, para el autor, consiste en la
lamentación de los profesores respecto del fracaso de los estudiantes aduciendo
falta de motivación por aprender. Plantea hacerse la pregunta acerca de la
responsabilidad del docente para que el estudiante alcance los objetivos.
Cita al psiquiatra Philippe Jeammet, quien señala que
el constante fracaso de un adolescente “lo entrena” para la única certeza
posible: un nuevo fracaso. Plantea que en muchas ocasiones el joven asume una
actitud deliberada de fracaso, en abierta provocación con el adulto, para
demostrar que en ello logrará destacarse. Asocia este comportamiento con un
trastorno del vínculo, en especial con los adultos. Su aporte es relevante para
reflexionar sobre los dispositivos escolares que provocan el constante fracaso
del estudiante.
Advierte los peligros de construir una pedagogía que
hunde a los estudiantes en el fracaso. Por el contrario, invita a proporcionar
instancias para que el estudiante demuestre sus logros.
Citando al psicoanalista y pedagogo Jacques Lévine,
señala que los estudiantes requieren un mínimo de reconocimiento para aprender.
Por tal motivo, el autor, considera que el trabajo con el estudiante constituye
el corazón de la pedagogía. Esto quiere decir el involucramiento suficiente del
profesor para promover el aprendizaje. Se trata de un movimiento de emancipación
en el cual los estudiantes progresan hasta alejarse de sus profesores. Por otro
lado, este sería el sentido de la evaluación: “permitir a quien ha aprendido “saber que sabe” y proseguir sus propios
aprendizajes” (p.57).
Algunos ejemplos de la historia de educación apuntan
en esta línea: Cita a Pestalozzi[1]
quien afirmaba que el aprendiz requiere ayudas necesarias para luego seguir el
camino restante. Menciona, también al psicólogo Jerome Bruner[2],
quien escribió sobre la “interacción de tutela”, para señalar que el adulto
cumple una función mediadora de la cultura. La intervención positiva y exigente
solo podía promover el desarrollo del niño. Para tal efecto, el autor, destaca
que Bruner proponía al estudiante tareas de baja complejidad, facilitando su
esfuerzo y ayudándolo a focalizarse.
Estos aportes llevan al autor a pensar que existen
posibilidades para romper con el círculo del fracaso. Sin embargo, lo anterior
no quiere decir que el éxito sea mecánico ni que esté asegurado. Afirma que
“la relación pedagógica es ajena a toda forma
mecánica, siempre es un encuentro entre sujetos con sus historias singulares;
es una cuestión de circunstancias en alto grado aleatorias y de reacciones con gran
frecuencia imprevisibles; es una relación que se da en un escenario en que los
deseos están siempre presentes y donde la racionalidad del enseñante choca
inexorablemente con lo que Célestin Freinet (…) describió en su célebre
metáfora de “la historia del caballo que no tiene sed”: Y así uno siempre se
equivoca cuando pretende hacer beber a alguien que no tiene sed” (p.59).
A pesar de todos los dispositivos que los pedagogos
han inventado, el problema sigue ahí latente: si el estudiante no quiere
aprender, nada se puede hacer. Algunos piensan que el éxito de algunos puede
atraer la motivación de otros, pero el deseo no resulta fácil crearlo.
El autor nos propone el ejemplo de la escuela de
Summerhill[3] en
Inglaterra, en la cual su director, Alexander Sutherland Neill, practica una
educación sin reglas, ni prohibiciones. Su propuesta supone que la natural
bondad del niño lo conducirá al interés por aprender. En los libros que
escribió sobre la escuela, muestra cómo los niños se volcaban espontáneamente
por querer conocer.
Sin embargo, el autor, cita a Bruno Bettelheim, quien
estudió a fondo el caso de la escuela comprendiendo que Neill lograba hacer que
los niños se comprometieran con el aprendizaje luego de realizar prácticas que
los seducían. Los niños, finalmente, eran capaces de hacer cualquier cosa con
tal de mantener su estima.
Siguiendo con estos argumentos, Meirieu, sostiene que
es “imposible limitarse a la aparición
espontánea del deseo de aprender” (p.65), lo cual sería un contrasentido
con la pedagogía misma. Sin embargo, el caso de la escuela nombrada aparece
como otro lugar común de la educación, que despierta la atención de algunos que
sueñan con un lugar en donde la sola curiosidad del niño logre los resultados.
El autor señala, además, que hay que hacer una gran
distinción entre “los deseos de saber” con “los de aprender”. En el primero, en
efecto se requiere curiosidad y una espera lo menos tardía para conocer las
respuestas. Para el segundo, es necesario un método y un esfuerzo, para lo cual
está la escuela.
A continuación, Meirieu, desnuda una de las estrategias
más usadas por los pedagogos para hacer posible que surja el interés por
aprender de los estudiantes. La construcción de analogías consiste en presentar
al niño algún objeto de su interés para desviarlo posteriormente hacia el que
debiera ser propiamente “su interés”. En Chile, los jesuitas repiten “entrar
con la de ellos, para salir con la mía”.
Esta artimaña es otro de los lugares comunes de la
pedagogía. En su origen se encuentra un docente preocupado por hacer que los
estudiantes se interesen por los contenidos escolares. Recuerda a Charles
Fourier[4]
quien usaba la frase “estimulantes de la intriga” para designar las analogías a
las que debía someter al escolar para abrir el camino del deseo de aprender.
Revela en todo caso que la práctica corre el riesgo de
ser descubierta por los estudiantes, provocando un retroceso. También, ocurre
que no siempre resulta fácil y oportuno encontrar analogías para todos los
contenidos. Dewey, advertía que sustituir un interés por otro no conduce a
nada. Para este educador, la clave está en que se disocia el interés de los
saberes, como una relación exterior para lo cual hay que obligarlos a ir hacia
ellos. El autor retoma a Dewey para señalar la necesaria continuidad entre el
yo y el mundo, es decir, hacer posible que el aprendizaje sea una articulación
entre “el deseo de aprender con las
experiencias del niño, es decir, con sus actividades concretas y, a la vez, con
su vida psíquica” (p.71).
Aborda a continuación uno de los puntos esenciales de
su pedagogía al instalar la motivación dentro de un enfoque antropológico antes
que psicológico. Desde esta perspectiva, se abre a la noción de cultura
considerando a esta como el conjunto de producciones de los seres humanos que les
permiten pensar el mundo. Se habla de una construcción de saberes por medio de
la razón, lo cual permite una emancipación respecto de otras formas menos
razonables. Esta perspectiva se entronca con la experiencia vital del ser
humano de formularse preguntas fundamentales que le han permitido construir la
vida en sociedad. Esta es labor de la cultura y por tanto de la escuela misma.
De esta forma, declara, que la labor de la escuela es
permitir el diálogo constante entre el sujeto y la cultura. La tarea, entonces,
consiste permitir el encuentro de ambos, en un mismo continuo experimental.
“Es por ello que, entre el sujeto
y la cultura, es necesario recorrer incansablemente la cadena en los dos
sentidos: partir del sujeto tal como es para articular en él saberes que
respondan a sus deseos, a sus necesidades, a sus problemas, y proponer saberes
nuevos, poniendo toda la energía y la inventiva de que es capaz el pedagogo
para que los sujetos perciban el movimiento mismo de su elaboración y entren
así en resonancia con su propia historia” (p.72-73)
A partir de algunos ejemplos, el autor, señala que la
escuela activa hizo lo necesario para conectar al niño con la cultura, por
medio de actividades muy lúdicas e interesantes. Sin embargo, los problemas
surgen cuando los conocimientos que se quieren transmitir alcanzan un nivel
alto de abstracción que no responde a ningún problema concreto. Allí, entonces
propone realizar el camino en sentido contrario. Propone una serie de
actividades para los niños cuyas finalidades son “encontrar placer en los
juegos del espíritu”, ya sea por medio del arte, la lectura, la manipulación de
objetos fascinantes que le permitan comprender su funcionamiento y proceso de
elaboración. Lo importante es el placer de comprender y el gozo del
pensamiento.
Entre los elementos que permiten a los niños comenzar
a bucear en el pensamiento recomienda el uso de las historias de los
descubrimientos. Hablando de esto hace referencia a Jerome Bruner, quien
insistió “en la función educativa del relato como puerta de “entrada en la
cultura”. Por medio del relato, explica, el niño aprende a estructurar el
mundo; se desprende del caos de las sensaciones que se entrechocan para
transformar los hechos en acontecimientos. Además, el relato obedece a reglas
canónicas y está abierto a diferentes interpretaciones. Por último, siempre hay
un problema-obstáculo que es el eje del relato, que estimula la curiosidad,
enseña a afrontar lo desconocido y a lanzarse a la búsqueda de soluciones.”
(p.74-75).
Enfatiza en los procesos que condujeron a la humanidad
al desarrollo del pensamiento para promover soluciones. Esto quiere decir, un
fuerte impulso que lleve al niño por el interés del desarrollo del
conocimiento. No habla de la información, como se puede apreciar, sino que
desde el campo del intelecto.
La pregunta será siempre la misma para los pedagogos,
pero ¿cómo? Tres elementos esenciales deben producirse: una pregunta, la
exigencia intelectual y la motivación y credibilidad del adulto.
a)
Sobre la pregunta:
todo comienza por una apropiación de la pregunta. Para saber realizar buenas
preguntas se requiere un conocimiento disciplinar, dirá el autor, ya que así se
podrán presentar situaciones problemáticas que pongan al estudiante en camino.
b)
Sobre la exigencia
intelectual: ella va de la mano con el tiempo que se le debe conceder al
estudiante pueda comprender la problemática y la haga suya. El docente debe
proporcionar un método y recursos para que avance, al mismo tiempo que el rigor
necesario para construir sus ideas con precisión. Ilustra lo anterior con el
testimonio de Pestalozzi y su experiencia con los niños de Stans, quienes
conocieron los horrores de la guerra. Dice el autor que lo que salvará al
pedagogo será su exigencia tanto en los comportamientos como en la adquisición
de los conocimientos.
c)
Sobre la
motivación y credibilidad del adulto: constata con nostalgia los tiempos en los
cuales un docente decía al estudiante que su esfuerzo lo llevaría a alcanzar
logros. El estudiante, atraído por una idea merocrática lograba motivarse. Esta
realidad hoy día resulta una verdadera ficción. La evidencia se encuentra en
que a mayor nivel académico no se alcanza un mejor vivir o sencillamente, el
desempleo es lo único cierto.
Al autor entra en un terreno complejo pero que se ha
transformado en el derrotero de los profesores en todas partes. Hacer despertar
deseos donde la realidad se muestra dura y cruel. La promesa de una mejor
posición social se ha vuelto una quimera para muchos jóvenes que encuentran más
atractivo y lucrativo el negocio del fútbol o del emprendimiento fácil.
Se interroga acerca del desafío educativo en este
ambiente social revuelto. No declina su motivación por hacer que los estudiantes
puedan encontrar placer en el aprendizaje y en el pensar. Sobre este punto,
reflexiona acerca sobre el papel del cuerpo en la escena pública como único lugar
de placer posible, en detrimento de la satisfacción del pensar.
Finalmente, concluye que para realizar el ideario que
la escuela propone los docentes deberían encarnar el placer de investigar y la alegría
de conocer. Para ello propone a Freire, quien señala que el profesor debe ser
un docente-investigador, al mismo tiempo. Para el pedagogo brasileño, el
docente cumple una labor emancipatoria permitiendo al estudiante hacerse cargo
de su realidad, por medio de una toma de conciencia respecto de lo que lo
oprime. Más que inventar artificios entre cuatro paredes, los docentes deben
inventar trabajos de investigación que permitan una inmersión cultural en la
ciudad y sus problemáticas.
Con esta propuesta
señala que la formación de profesores debe cambiar puesto que la actual los ha instrumentalizado
para alcanzar
[1]
Johann Heinrich Pestalozzi (1746-1827). Pedagogo suizo. Creía que a los niños no se les deben
proporcionar conocimientos ya construidos, sino la oportunidad de aprender
sobre sí mismos mediante la actividad personal.
[2] Jerome Bruner (1915-2016) fue
un psicólogo cognitivo estadounidense que hizo grandes contribuciones a la
teoría del aprendizaje.
[3] La escuela de Summerhill fue
creada en 1921, aunque divulgada recién en los años 60. Se le conoce como la
escuela que propuso una forma para educar en libertad, sin control de
asistencia, ni de otras obligaciones.
[4] Charles Fourier (1772-1837).
Socialista francés y de los padres del cooperativismo. En sus escuelas promovía
una educación para hombres y mujeres.
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