Viernes 22 de mayo de 2015
¿Enseñar o no religión?
"No considero conveniente, y menos urgente y necesario, las clases
de religión en establecimientos públicos de educación..."
Hace un par de semanas
participé en un panel acerca de la enseñanza de la religión en las escuelas
públicas. Lo hice motivado por un ateísmo tan firme como consciente de que la
palabra "Dios", o cualquiera que ocupe su lugar según las distintas
religiones, tiene máxima importancia para la mayoría de las personas. El
documento base del encuentro, escrito por Tomás Scherz con elegancia y buena
pluma desde una perspectiva católica, suscitó en mí algunas observaciones que
quiero compartir con los lectores de esta columna.
No considero conveniente, y
menos urgente y necesario, las clases de religión en establecimientos públicos
de educación, salvo que se tratara de informar a niños y jóvenes sobre el
fenómeno religioso en general, sobre historia de las religiones y acerca de
aspectos comparados de ellas. Pero lo que habitualmente se hace no es eso. Lo
que se hace es adoctrinar en una religión determinada (por ejemplo, el
cristianismo), en una iglesia cristiana en particular (por ejemplo, la
Católica), y a veces hasta en una devoción específica de una iglesia (por
ejemplo, el Opus Dei, los Legionarios de Cristo, los Sodalicios, etc).
Nunca me opondría a una
enseñanza de historia de las religiones, o de la filosofía, o de las ideas
políticas, pero rechazo el adoctrinamiento en una determinada religión o
iglesia, en un solo sistema filosófico o en una teoría política en particular
con exclusión de las restantes. Todavía más, y tratándose de religiones e
iglesias, me pregunto cuál es el límite del derecho de los padres que llevan a
sus hijos a la pila bautismal, a la sinagoga o a la mezquita, y los apuntan a
una determinada religión antes de que aprendan siquiera a caminar por sí
mismos. ¿Qué pensaríamos de unos padres que tan tempranamente como hacen con la
religión impusieran a los hijos sus propias concepciones filosóficas o el
partido político en el cual militan? Si consideráramos que tal conducta sería
abusiva, ¿no lo será también hacer a los hijos fieles de una religión y
miembros de una iglesia sin aguardar a que crezcan, observen el mundo por sí
mismos y adopten reflexivamente sus decisiones en asuntos tan importantes como
creer o no creer en Dios, pertenecer o no a una religión y ser o no miembro de
una iglesia? ¿Es que a niños y jóvenes hay que decirles lo que tienen que
pensar o sería mejor ir creando en su entorno las mejores condiciones posibles
para que algún día lleguen a pensar por sí mismos? Nadie pone en duda el
derecho de los padres a educar a sus hijos, ¿pero cuál es el límite,
establecido que todo derecho tiene alguno que no debería ser traspasado al
momento de su ejercicio?
Hay quienes creen que la
enseñanza de una religión y la temprana afiliación a una iglesia son útiles
para la formación moral de niños y jóvenes. Concedido. Religiones e iglesias, en
cuanto proveen de un código moral a sus fieles, proporcionan a estos una guía
para hacer el bien y evitar el mal, es decir, para comportarse éticamente,
aunque eso no hace equivalentes moral y religión. Porque es perfectamente
posible una moral laica, una moral sin religión, una moral sin Dios, tanto o
más meritoria en cuanto no espera recompensa divina por hacer el bien ni teme
castigos ultraterrenos por hacer el mal.
¿Que las religiones
confieren sentido a la existencia humana en general y a la de cada individuo en
particular? Concedido también. Las religiones son grandes dadoras de sentido,
lo cual no excluye que los jóvenes puedan dar sentido a sus vidas sin necesidad
de recurrir a una religión. Podemos dar sentido a nuestra existencia desde la
filosofía, la ciencia, el arte. Con la música, el estudio, la investigación, el
cine, la lectura de novelas, la poesía, los deportes, el amor, la amistad, la
descendencia, la solidaridad, el trabajo, el ocio, y nada de eso tiene que ver
necesariamente con la existencia de un ser superior. Las religiones dicen que
hay que descubrir el sentido de nuestras vidas; el laicismo, que ese sentido es
preciso inventarlo. El sentido de nuestras vidas no está escrito y es preciso
que cada cual lo cree y eche mano incluso del popular Ravotril si fracasa
parcialmente en el intento.
¿Qué dice usted?
¿Qué dice usted?
Yo
digo:
Valoro profundamente las palabras con
las que defiende la autonomía de la conciencia de las personas que participan
del proceso de formación en las escuelas. Efectivamente, nadie puede arrogarse
el derecho de la verdad para imponer, por muy loables motivos una doctrina,
ideología o religión.
El decreto ministerial que permite las
clases de religión en los establecimientos salvaguarda este principio al
consultar a los padres el tipo de enseñanza religiosa que desea para sus hijos.
Otra cosa es si los colegios tienen el personal suficiente e idóneo para llevar
a cabo esta formación.
Pero más allá del decreto, lo que se debe
cautelar es la autonomía de los estudiantes para pensar por sí mismos, sin que
nadie les pueda imponer lo que su voluntad no desea. Esta manera de pensar
demuestra un respeto radical por el otro, que lo valida en cuanto sujeto de
derecho.
Ahora bien, para que exista un acto
educativo, se requieren dos actores, uno que se sitúa en un proceso de
formación y otro que, superior en experiencia y habilidades, orienta y conduce dicho
proceso. La Ley General de Educación, establece que la finalidad de este
proceso es el desarrollo de las capacidades físicas, psicológicas, éticas, artísticas,
intelectuales, y por cierto la espiritual. En la escuela, recae sobre el
profesor, entonces, la responsabilidad de la transmisión de los conocimientos,
los valores y las habilidades para que los estudiantes puedan desarrollarse
autónomamente.
La aventura educativa, es un campo de
exploración permanente, donde se dan dos voluntades, el que se forma y el que
guía este proceso. Una abierta al mundo para aprender y otra, que por cultura, historia
y tradición, tiene el objetivo de enseñar, aunque nunca deje de aprender. Su
postura ética le debe hacer sucumbir ante cualquier intento por “hacer” al otro
a su imagen o semejanza, o infundirle tal temor que induzca a un comportamiento
determinado. Tanto para un profesor, como cualquier persona que conduzca un
proceso formativo debiera renunciar a este tipo de conductas, teniendo como
norte el respeto por la libertad y la conciencia del otro.
Estas preocupaciones son necesarias para
todo docente, puesto que debe conocer que el contenido de su disciplina no es
neutra y siempre tiene una orientación filosófica o ideológica. El profesor de
religión debe tener cuidado, cuanto más, puesto que se sustenta en una doctrina
religiosa. Su asignatura no es una disciplina académica, caracterizada por la
búsqueda metodológica de una verdad lógica, operacional, científica o estética,
sino que su fundamento proviene de una revelación. No por ello debe ser menos
racional que las otras, pero debe argumentar razonablemente porqué se cree en
aquello que se confiesa. Y he aquí un punto interesante, la religión interviene
en la escuela, no como acto proselitista, puesto que no se debe buscar la
adhesión del otro, pero sí debiera permitir la posibilidad de dialogar desde
creencias distintas el compromiso por la construcción del bien común.
Vaclav Havel, quien fuera presidente de
la ex República Checa, declarado agnóstico, pero un buscador de verdades en las
religiones, veía en todas ellas, principios sobre los que se basan el bien común.
Si cada uno, decía él, se comprometiera con sus propias creencias de bien
común, otro mundo tendríamos.
Una educación basada en el diálogo de las
creencias, sin el monopolio de la verdad, pero sí con la persuasión y el
testimonio, debieran ser parte de una educación de calidad, puesto que permiten
a una sociedad dialogar sobre sus tradiciones y valores, sin dejar a nadie
fuera. Nuestro país necesita de diálogos sinceros, sin descalificaciones y las
religiones hacen una enorme contribución al bien común.
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