Iguales y distintos a la vez
España es la Madre Patria, escuchaba en el colegio.
Viniendo de unos religiosos españoles que se habían avecindado en Chile, con mayor
razón. Nunca había tomado mayor conciencia de esta frase que, dicho sea de
paso, ha quedado en desuso, fruto de nuevos aires descolonizadores.
Le doy vuelta hace tiempo al asunto. Ir a España para
encontrar huellas, signos, olores, sonidos, colores y trajes que me hablen, en
el siglo XXI, de una herencia cultural que, aunque se haya corroído con el
tiempo, no puedo desconocerla, vivirla, sentirla, palparla con los sentidos.
En estas cavilaciones andaba cuando me invitan a hacer
un viaje para ir a buscar a nuestros alumnos que estaban de intercambio en Jaén
(Andalucía). El itinerario era sencillo: salida de Nantes a Málaga, primera
noche; luego, de Málaga a Jaén, segunda noche y el regreso al tercer día,
pasando por Sevilla.
¡En España hace calor! Me bastaron dos horas de avión
para experimentar los 15 grados de diferencia con Nantes. En mi país nos decían
que los españoles eran unos flojos, que hacen una pausa de unas 4 horas en la
tarde, para capear el sol y luego abren las tiendas cuando ha refrescado. No
entro en el debate sobre la flojera, pero la tradición obliga. Estaba en Jaén,
presto a ir de compras a una librería, pero a las 3 de la tarde, ni soñar, salvo
en el Corte Inglés que no cierra. Luego
encontré una librería de barrio que estaba abierta hasta las 21 horas. Y más
encima, después de tener lo que se quería, hasta daba tiempo para comer en una
terraza. ¡Bienvenida la siesta, entonces!
Quien dice calor, habla también de tierra seca, de los
espinos, de las colinas sin sombra bajo la cual guarecerse esperando que amaine
el fuego que quema la piel. Y desde esta costa malagueña que mira al
mediterráneo balancear velas de barcos en alegre ir y venir, se elevan al cielo
tejas de tierra cocida que cubren los techos de casas blancas o pastel, geométricas,
con arcadas, azulejos y balcones.
Por sus amplias avenidas se prepara la gran fiesta de
la semana santa. La ciudad acoge a gente que alegremente se pasea entre sus
callejuelas o bebe en una terraza viendo pasar el tiempo. La catedral recibe
los últimos haces de luces que resaltan aún más su hermosura. Por sus estrechas
callejas me interno con Gaëlle, quien me hace degustar tapas de gambas,
calamares, ensalada rusa y pastel de papas. Sabores que se adaptan a una
cerveza blanca y refrescante. No es contundencia, es sabor, ambiente, plática,
pasar el tiempo, con algo sencillo y agradable.
De vuelta, nos interesa un ruido de cajas y metales que suena a melodía española tristona. Es el viernes antes de domingo de Ramos y vaya que nos lo recuerdan. Pasa una procesión llevando en andas una imagen del rostro de Cristo sufriente. La escena parece tomada de algunos siglos atrás, con formalidad barroca los paseantes están concentrados en su tarea, mientras alrededor la multitud los inmortaliza.
Llevo mapas de los lugares por donde andaremos, seguro
que mi celular no estará disponible. Gaëlle, no se hace problemas, pregunta a
diestra y siniestra. Todos responden amablemente emitiendo una frase que muerde
las sílabas finales. Eso me es familiar, pienso para mí, como también desconfiar
de la honestidad de quienes se acercan a los andenes para meter los equipajes
dentro de los buses. Todos confían que nadie intentará sacar una maleta del
compartiendo aprovechándose de nuestra inocencia. Lamentablemente, como decimos
en mi tierra, la oportunidad hace al ladrón, y eso me hace ser más precavido.
Me avergüenza ser el único que vigila.
Envuelto en medio de una atmósfera hispánica no tengo
que hacer gran esfuerzo para comprender. Pero tanta familiaridad puede ser
objeto de sospecha. Me presento a algunos padres que acogieron a nuestros
alumnos. Mi manera de hablar, no suena afrancesada. Gaëlle, me presenta como
chileno, y por ahí alguna mirada se fija en la mía y siento que el tiempo pone
pausa. Me siento cercado por las historias cruzadas de colonos y migrantes, que
tejieron nuestras sociedades. La directora del colegio me había dicho que mi
acento no era andaluz, sino canario, porque en aquellas islas pasaban los
marinos antes de internarse hacia las costas americanas. Asumo que cargo
historias a veces insólitas, abiertas e inciertas.
Antes de irnos de Sevilla para el aeropuerto, pasamos
a comer algo. Para refrescarme pido una “caña”. Esa palabra me recuerda el bar
de mala muerte de mi calle de infancia. Tomar una caña, era algo que hacían los
borrachos. Hoy he sacado del baúl de los recuerdos esta palabra para beberla y
emborracharme de la cultura que nos hace ser tan iguales, pero tan distintos a
la vez de España.
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