De camino al altar
Escuchaba un coro interpretando una canción del grupo Yazoo. No sé lo que decía la letra porque era en inglés, pero me hizo viajar en el tiempo. Me imaginé el momento en que todos partían a la Iglesia para esperar nuestra llegada. Por un momento en este lugar nos quedábamos solos. Hace un instante todo era sonrisa, emoción, fotos y abrazos. Ahora, reina el silencio. Esperamos unos minutos y nos subimos al auto que nos conduce al templo. Sabemos, tú y yo, que allá nos espera una multitud de amigos y familiares.
Me imagino entonces ese trayecto a la iglesia, donde no veré tanto hacia afuera por la ventana sino que a ti. Te tendré cerca mío. Tendré la fortuna de estar contigo a solas en tu día maravilloso. Te miraré con cariño, con ternura. Me acordaré de cada momento de nuestras vidas, desde el momento en que re recibí en los brazos y no sabía cómo tenerte, porque eras frágil y te llevé a los brazos de Isabelle que ansiaba ponerte al pecho.
Me acordaré de tu primera lágrima cuando te sorprendí rayando la muralla del departamento y te saqué el lápiz dándote una palmada en la mano. No sé si tendré la memoria para decir todo esto. Quizás, estaremos conversando de otras cosas. No importa. Mi cabeza revienta de imágenes al son de la música. Es la nostalgia y la alegría que me invaden de verte convertida en una mujer.
El tiempo pasó muy rápido como para darme cuenta que ibas creciendo. Mil imágenes de fotografías se me vienen a la memoria pensando en tu sonrisa traviesa y generosa.
Y al llegar a la Iglesia, el ritmo de las pulsaciones se aceleran. El auto se detiene, abro la puerta para salir y ayudarte con tu vestido. Adentro del templo te espera Celestin, que ansioso y feliz desea acogerte en un abrazo.
Los niños se acercan para saludarte y tomar posición. Siento como si esta escena la hubieras preparado hace mucho tiempo. Me dejo hacer por tu impulso y resolución.
Y comenzamos nuestro caminar. Nunca antes había sentido que los metros que nos separan del altar son tan lejanos y cercanos al mismo tiempo.
Mis ojos se comienzan a humedecer, la música nos transporta. Me das tu brazo y yo el mío. Somos llevados por la cadencia de las notas, la gente canta, te mira y sonríe. Tu sonrisa se refleja en el iris de los ojos de quienes te miran y advierten tu felicidad.
Mientras tu mirada pasa rauda de rostro en rostro, la mía busca la de Isabelle, para compartir este trayecto de sonrisas, recuerdos y deseos. Allí está. La veo. También con sus ojos vidriosos, nos mira acercanos. Te mira y revive en segundos veintitantos años de vida. En este breve instante se entreteje un tiempo de eternidad. Tú no das más de felicidad y en el rostro de Isabelle percibo la mirada tierna y sabia que te contagia de esperanza.
Me sobrecojo de este encuentro. Se funde mi mirada y la de ella en una misma complicidad. Es nuestra historia que se reescribe con nuevos protagonistas. Me siento invadido por un amor insondable, bello y noble. Es un misterio que no alcanzo a comprender, pero que invita a contemplar su belleza.
En este éxtasis se me viene a la memoria un juego. Cuando eras niñas y te llevaba a la cama para hacerte dormir, te pregunté, una noche: ¿cuánto me quieres? Y cada vez que me dabas una cifra te respondía que era muy poco. Luego, me hiciste la pregunta a mí. Y sin darme cuenta no te respondí un número, sino que te dije que daría la vida por ti. En ese preciso momento tomé conciencia de lo que puede hacer el amor de un padre y una madre.
Ahora, al llegar al altar, te digo: hija, amada, gracias por ser nuestra hija. Nos has regalado unos años maravillosos de padres. Esperamos que construyas una familia basada en el amor, abierta al mundo y sus necesidades, donde puedas encontrar un lugar donde reposar y vivir la aventura de la vida.
La música se acaba y llegamos al altar. Te saluda Celestin. Me pongo al lado de Isabelle y en nuestra mirada hay un intercambio de paz. Que siga la fiesta.
Escuchaba un coro interpretando una canción del grupo Yazoo. No sé lo que decía la letra porque era en inglés, pero me hizo viajar en el tiempo. Me imaginé el momento en que todos partían a la Iglesia para esperar nuestra llegada. Por un momento en este lugar nos quedábamos solos. Hace un instante todo era sonrisa, emoción, fotos y abrazos. Ahora, reina el silencio. Esperamos unos minutos y nos subimos al auto que nos conduce al templo. Sabemos, tú y yo, que allá nos espera una multitud de amigos y familiares.
Me imagino entonces ese trayecto a la iglesia, donde no veré tanto hacia afuera por la ventana sino que a ti. Te tendré cerca mío. Tendré la fortuna de estar contigo a solas en tu día maravilloso. Te miraré con cariño, con ternura. Me acordaré de cada momento de nuestras vidas, desde el momento en que re recibí en los brazos y no sabía cómo tenerte, porque eras frágil y te llevé a los brazos de Isabelle que ansiaba ponerte al pecho.
Me acordaré de tu primera lágrima cuando te sorprendí rayando la muralla del departamento y te saqué el lápiz dándote una palmada en la mano. No sé si tendré la memoria para decir todo esto. Quizás, estaremos conversando de otras cosas. No importa. Mi cabeza revienta de imágenes al son de la música. Es la nostalgia y la alegría que me invaden de verte convertida en una mujer.
El tiempo pasó muy rápido como para darme cuenta que ibas creciendo. Mil imágenes de fotografías se me vienen a la memoria pensando en tu sonrisa traviesa y generosa.
Y al llegar a la Iglesia, el ritmo de las pulsaciones se aceleran. El auto se detiene, abro la puerta para salir y ayudarte con tu vestido. Adentro del templo te espera Celestin, que ansioso y feliz desea acogerte en un abrazo.
Los niños se acercan para saludarte y tomar posición. Siento como si esta escena la hubieras preparado hace mucho tiempo. Me dejo hacer por tu impulso y resolución.
Y comenzamos nuestro caminar. Nunca antes había sentido que los metros que nos separan del altar son tan lejanos y cercanos al mismo tiempo.
Mis ojos se comienzan a humedecer, la música nos transporta. Me das tu brazo y yo el mío. Somos llevados por la cadencia de las notas, la gente canta, te mira y sonríe. Tu sonrisa se refleja en el iris de los ojos de quienes te miran y advierten tu felicidad.
Mientras tu mirada pasa rauda de rostro en rostro, la mía busca la de Isabelle, para compartir este trayecto de sonrisas, recuerdos y deseos. Allí está. La veo. También con sus ojos vidriosos, nos mira acercanos. Te mira y revive en segundos veintitantos años de vida. En este breve instante se entreteje un tiempo de eternidad. Tú no das más de felicidad y en el rostro de Isabelle percibo la mirada tierna y sabia que te contagia de esperanza.
Me sobrecojo de este encuentro. Se funde mi mirada y la de ella en una misma complicidad. Es nuestra historia que se reescribe con nuevos protagonistas. Me siento invadido por un amor insondable, bello y noble. Es un misterio que no alcanzo a comprender, pero que invita a contemplar su belleza.
En este éxtasis se me viene a la memoria un juego. Cuando eras niñas y te llevaba a la cama para hacerte dormir, te pregunté, una noche: ¿cuánto me quieres? Y cada vez que me dabas una cifra te respondía que era muy poco. Luego, me hiciste la pregunta a mí. Y sin darme cuenta no te respondí un número, sino que te dije que daría la vida por ti. En ese preciso momento tomé conciencia de lo que puede hacer el amor de un padre y una madre.
Ahora, al llegar al altar, te digo: hija, amada, gracias por ser nuestra hija. Nos has regalado unos años maravillosos de padres. Esperamos que construyas una familia basada en el amor, abierta al mundo y sus necesidades, donde puedas encontrar un lugar donde reposar y vivir la aventura de la vida.
La música se acaba y llegamos al altar. Te saluda Celestin. Me pongo al lado de Isabelle y en nuestra mirada hay un intercambio de paz. Que siga la fiesta.
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