El profesor cansado

¿Por qué perdemos las fuerzas en el transcurso del trabajo pedagógico? No me refiero solamente a un cansancio motivado por el estrés laboral, que es real, pero que me parece que se recupera con otra actividad o con un buen descanso. Tampoco me quiero referir al desgaste emocional fruto de la constante acción de motivar a los estudiantes para que tengan un comportamiento adecuado en el aula, aunque este tipo de cansancio puede tener relación con el que quiero evocar.
Me refiero a un cansancio más interior y profundo. Está más relacionado con el sentido de la educación. Con mucha frecuencia tenemos un discurso precioso sobre la formación de nuestros estudiantes. Para ello empleamos palabras con mucho idealismo como: "deseo ofrecerles una educación integral", "en mi clase trato de que ellos piensen por sí mismos" o "planteo unas actividades en que los estudiantes puedan desarrollarse como personas". Estos discursos nos elevan y sitúan nuestras intenciones por arriba en los cielos, de tal forma de tener horizontes que siempre nos estimulen a más. Pero al parecer,  mientras más altos sean nuestros motivos, más dolor causa la caída a la realidad.
Esto es así porque nos damos cuenta que existe una distancia entre el discurso y la actividad dentro del aula.
Ante esta realidad podemos esgrimir muchas causas, como que la escuela no tiene un proyecto institucional claro, los programas ministeriales no permiten una mayor autonomía al docente o que los horarios que nos asignan en la escuela no ayudan a los estudiantes a mantener la motivación en la asignatura.
Si bien estos aspectos son importantes de considerar también sostengo que hay una causa que tiene que ver con el tipo de estudiante en formación que estamos educando.
Trato de indagar, a través de esta provocación, una formulación con consecuencias éticas pero que también afectan el conocimiento que se espera que los estudiantes comprendan en nuestras clases.
El profesor que se cuestiona sobre su práctica debe considerar si está posibilitando el desarrollo de sus estudiantes a través de los puntos críticos que afectan su contexto. Para ello debe comprender que la educación es una poderosa herramienta para endormecer la conciencia o para liberarla de las estructuras y discursos que hablan que el aprendizaje ya ocurrió en la mente de aquellos que pensaron las cosas de las cuales se enseña.
Si estamos entregando conocimientos ya elaborados que los estudiantes no tienen tiempo de discernir, estaríamos provocando una involución en su desarrollo. Este cuestionamiento debe provocar un despertar del docente sobre su enseñanza y métodos. Probablemente, una reflexión profunda del docente puede hacer emerger preguntas vitales que se pueden verificar rápidamente: ¿mi forma de preparar la enseñanza permite que aprendamos cómo se genera el conocimiento? ¿conozco cómo piensan mis estudiantes o sólo hago que aprendan lo que otros han dicho? ¿les hacen sentido los contenidos con su experiencia?
Quizás aquí estemos apuntando al grave problema de una educación que se ha empotrado en estándares y en un pragmatismo envolvente. Salir de los estrechos márgenes pueden devolvernos la energía que haga retroceder nuestro pesado cansancio.

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