El sello marista
Hace un mes y medio que terminó el año escolar y
envuelto en una serie de reflexiones sobre la profesión docente, tuve acceso a una
conversación registrada entre un grupo de exalumnos y dos profesores de mi ex
colegio en Santiago[1].
Curiosamente, los profesores son hermanos y me hicieron clases entre 3° y 6°
básico, dos años cada uno.
La conversación, realizada el 7 de mayo de este año,
tiene una duración de 2 horas y media aproximadamente y se refiere a la trayectoria
de ambos docentes en el colegio. Uno estuvo 44 años en el colegio y el otro 34,
aunque luego asumió cargos directivos en otros colegios que la Congregación Marista
mantiene en el país.
Junto con señalar una serie de anécdotas sobre su paso
por el colegio, su opinión respecto de los casos de abusos que afectaron a la
institución, hubo espacio para que se explayaran sobre su carrera docente.
Ambos provienen de una familia donde el padre era profesor del colegio y tres
hijos se dedicaron a la docencia, comenzando el ejercicio de la profesión en
circunstancias bien particulares. Como ellos relatan, comenzaron a trabajar
como profesores apenas completaron su formación escolar en un tiempo donde el
cambio curricular chileno aumentó los años de escolaridad de la educación
básica y la falta de docentes era una necesidad urgente.
Uno de ellos, Jorge, reconoce que su sello como
docente se caracterizó por proporcionar a sus alumnos seguridad emocional en
cada una de las actividades que debían realizar. Su gran preocupación era
establecer relaciones harmónicas entre los alumnos y que al mismo tiempo
aquello se traspasara a sus hogares, expresado en el respeto por los padres.
Abiertamente comparte la satisfacción que le produce el ver que sus alumnos
aprenden, que se integran al curso y desarrollan sus habilidades. Ser parte de
estos procesos son una fuente de alegría que da sentido a su labor como docente.
Jaime, por su parte, que comenzó como profesor de educación básica y luego se especializó en las matemáticas. Destaca que una de sus grandes preocupaciones al iniciarse en la pedagogía fue cómo hacer crecer a un niño en una sala de clases con 106 alumnos. Su misión la resume en una sola frase: “que mis estudiantes aprendieran”. Junto con la actividad docente iniciada con 18 años, recuerda que estudiaba pedagogía al mismo tiempo, por lo cual debía atravesar Santiago de mar a cordillera. La actividad cotidiana no le dejaba espacio para el descanso y a veces dormía poco. Su rigurosidad en la preparación de las clases lo llevaba a ser muy exigente con sus estudiantes, lo que, sumado a su carácter austero, derivó en una personalidad seria y poco habituada a la sonrisa. Con humildad confiesa que lo anterior es motivo suficiente para pedir perdón a sus alumnos porque, según él “aplicaba ese rigor en mi persona, en preparar mis clases, en preparar el material”. Interesante punto sobre cómo la figura del docente se construye reuniendo variados aspectos de su biografía.
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