Cuando un amigo se va...

Cuando un amigo se va…
nos deja un montón de preguntas sin responder. ¿Tomaste la decisión con libertad o fuiste impulsado por el cúmulo de situaciones que rodearon tu partida? ¿Por qué no nos dijiste que no volverías? ¿A dónde quedan todos esos momentos vividos contigo? ¿Podremos algún día decirte a la cara la pena que sentimos por tu alejamiento? ¿Qué pena atravesabas que no pudimos ayudarte? ¿Se pudo evitar?
Se me han ocurrido estas por ahora, ya que al escribirlas y pensar en el dolor que se siente la partida del amigo se me abren más interrogantes. Tanto la muerte como la vida tienen sus propias preguntas, pero curiosamente, ellas se pueden responder haciendo referencia a su opuesto. Cuando tratamos de explicarnos la muerte recurrimos a la vida. La muerte es el fin de la vida en esta condición humana que conocemos. Para otros es el fin de todo, sin continuidad en el más allá. No hay una esperanza de reencuentro con ese ser en otro lugar o espacio.
Pero no da lo mismo decir que la vida es la no muerte. Aunque sabemos con certeza que algún día moriremos, sin saber el día, ni cómo sucederá, la vida tiene su singularidad propia. La vida es la fiesta, el encuentro, la aventura, pero también el dolor, el sufrimiento y el caos. Todo ocurre en la vida, incluso la muerte. En la muerte solo hay desolación, desamparo y abandono. Pueden existir muertes que nos hagan recordar por mucho tiempo a ciertas personas cuyo testimonio queremos recordar, pero la muerte es trágica, igualmente.
Ante la ausencia del amigo que se fue sin despedirse quedan tantas frases inconclusas y palabras sin decir que nos revuelven la mente. ¿Y si en el momento preciso le hubiera dicho esto o lo otro? ¿Y si ese día lo hubiera llamado? Ante lo imprevisto cobra fuerza el poder vivir la existencia como si fuera el último de nuestras vidas. Aprovechar el instante presente para estar junto al otro. Es un ideal por cuanto las contingencias de la vida nos alejan del presente. No siempre estamos conscientes de todo lo que nos ocurre cada día. Todos los días veo a la gente pasar delante de mí, pero en algunas ocasiones esas personas se nos vuelven más significativas. Es en esos momentos en que podemos expresarles nuestro deseo de permanecer en ellas. De alguna forma, esos momentos constituyen también nuestra despedida, ya que no podemos volver sobre el pasado, salvo como recuerdo imborrable.
Un dolor que nos atraviesa con la partida repentina del amigo es el sentimiento de culpa. Nos interrogamos si la decisión pudo evitarse con nuestra intervención. Eso queda para la interpretación, no tiene una certeza total y única. Pero lamentablemente vienen a nuestra mente esas situaciones exigiendo respuesta. La culpa es un sentimiento normal cuando se tiene una responsabilidad respecto del otro. En esto probablemente todos somos culpables, con diferentes grados, respecto de la determinación del amigo.
Pero no podemos tampoco escarbar en nosotros buscando una culpabilidad exagerada. Los tristes momentos vividos que rodearon la partida del amigo merecen ser analizados y tomarán tiempo. El llanto desconsolado tendrá reparación si es acompañado de una racionalidad que nos vuelva a dejar en una posición sólida ante la vida. Abrazar, acompañar y escuchar son actitudes que intentan hacer de nosotros personas que buscan una salida al triste episodio. A eso agregaría el silencio. Es necesario que tanta intensidad deje espacio para que surja la experiencia de lo vivido.
La vida espiritual se nutre y se enriquece cuando se deja espacio para la contemplación ante el dolor y la alegría. La contemplación no es una huida del mundo sino que una mirada profunda de los acontecimientos dejando que Dios entre en ese espacio. Su amor infinito inunda todo y nos trae la paz, pero también nos impulsa a vivir en el mundo de modo distinto, transformando el dolor en esperanza. Por aquí tenemos un camino que hacer para restablecer la mirada con el amigo que está ahí.

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